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LOS EMIGRANTES
LA MALETA

Marzo 1963. Asoman los primeros rayos de sol por entre las encinas del Carrascal. La mañana es algo fresca pero agradable. En el corral, el padre está poniendo albarda y alforjas nuevas a la burra blanca. La perrita Leal, se muestra inquieta porque sabe que si a la burra se le ponen alforjas nuevas algo novedoso ha de suceder. Quizás es día de feria en La Muga, se ha de ir a la viña, o acaso sea la fiesta grande en algún pueblo vecino... Sea lo que sea, ella salta y corre alegre de acá para allá espantando las gallinas que a estas horas picotean animosas unos granos de cebada que la madre ha esparcido por las lanchas del corral. 
En la "prezacasa", la madre pone ahora una "guita" alrededor de la maleta para que no se abra durante el viaje. Es una maleta de madera de panel que hizo el hermano mayor cuando le tocó hacer el servicio militar. Está pintada con la pintura que le sobró de pintar el carro y que era la más parecida que encontró al color de las maletas. En ella, la madre ha puesto algo de ropa, la más nueva que guardaba en el baúl. Pone también un par de libros, dos o tres longanizas de la última matanza, tres billetes azules de 500 pesetas y unas lágrimas que sin darse cuenta se le han caído al momento de cerrar la maleta. 

En la calle, el padre "ajunta" la burra en el poyo de la portalada y se sube en ella. El emigrante le da al padre la maleta que sujeta entre sus brazos por delante. El emigrante y la madre se abrazan al tiempo que un brutal torbellino de ingratas sensaciones corre como un torrente por el corazón de ambos... 

...El camino, blanco y trillado por el rodar milenario de carros, pastores y ovejas, y por el que tantas veces caminó el emigrante, parecía hacerse ahora más estrecho. La burra que es ya vieja y conoce bien todos los caminos, marcha a su paso cambiándolo solo cuando el padre de vez en cuando, la azuza dándole pequeños golpes con las albarcas en la barriga. La perrita Leal va de un lado a otro espantando las “cugujadas” que a esa hora de la mañana hacen pequeñas y rápidas carreras por las orillas del camino. 

El emigrante, alacia diciendo adiós con la mano a unos pastores que están mudando las majadas. Mientras camina piensa si allá en la ciudad, a donde el va, también habrá cugujadas y ovejas con el cantar de sus esquilas. Y pastoras de risa fácil con las que hacer caraba y soñar amores. Y mozos y mozas para comentar los movimientos observados por este o aquel en la plaza durante el baile de la última fiesta...

El padre, arrea de tanto en tanto la burra chasqueando sonidos con la boca obligándola a que acelere el paso.
-El sol va ya mi alto. No se si no perderemos “el coche de linia”, dice el padre.

El emigrante, mira hacia atrás y tropieza pesadamente con una duda que cae sobre su alma: ¿Valdrá tanto la ciudad como para dejar allí todo aquello..? El aroma de los prados rociados ya de la nueva primavera. El cantar del "roncaz" en la alameda acompañando la "güera" de su amada... Las citas en el rosario al anochecer en la iglesia a donde las mujeres acuden llevando velas y las mozas lucen sus mejores velos mientras ponen el aspecto más grácil en la mirada... Las estrellas apiñadas a millones en el cielo y el sonido lejano de pastores que desde los tesos endulzan el aire con sus flautas... ¿Habría de todo esto en la ciudad? Y, ¿se podrá uno parar allí a charlar sin prisa con la gente al cruzarse en los caminos, de cosas sin importancia..?

...El coche de línea es un viejo autobús de lo hermanos Ledesma que hace la ruta hasta Zamora parando en la plaza de cada pueblo a recoger los viajeros. Viajeros casi todos emigrantes de un solo día que van a la ciudad a comprar algún apero. Suelen ser aperos de labranza, mosqueros, ramalillos o cabezadas en el comercio del Sayagués. 
En lo alto del autobús un hombre está colocando unos sacos y otro que lleva puesta una gorra con visera, desde abajo le va dando más bultos y algunas maletas. Un mozo está tratando en vano de inflar la rueda pinchada de una bicicleta apoyada en la pared de la iglesia.

El padre, arrima la burra a un poste de la luz y da al emigrante la maleta. El emigrante se la lleva al hombre de la gorra con visera y este se la pasa al que está subido en la baca del autobús. La perrita Leal ha empezado a ponerse nerviosa. Unos perros que pasan por la plaza acompañando a una mula y tres cabras se acercan y le ladran. La Leal, tímida y miedosa, trata de refugiarse entre las piernas del emigrante que con la mano abierta le acaricia en la cabeza. La perra y el emigrante se miran fijamente a los ojos y un par de lágrimas del emigrante caen sobre la mirada triste de la perra.

De repente, el hombre de la gorra con visera que estaba subiendo los bultos dice con voz fuerte y seca:
-¡Nos marchamos!
-El que no haya venido que vuelva mañana.

En el interior del autobús unos hombres ocupan ya los asientos con ventana. Una mujer ya viejita, llega ligera y cansada arrastrando una pesada bolsa que el señor de la gorra de visera sube al autobús con cara de mala gana.

El padre y el emigrante se abrazan en silencio. El padre no tiene palabras. El emigrante, pocas: 
-No tengáis pena padre que si en la ciudad no me van las cosas bien pronto vuelvo pa casa. 

El emigrante desde el interior del autobús ve a la perra Leal con las patas delanteras puestas en el primer peldaño de la puerta aún abierta. Busca con la mirada al emigrante y mueve el rabo como queriendo decir adiós. El hombre de la gorra con visera que entra en ese momento le da un puntapié mientras le grita: -¡chuchi fuera..! -¡coño el perro de Dios... ¿A donde querrá ir..? La perrita leal, suelta un gañido de dolor y se marcha con la cabeza baja hacia el poste de la luz donde está el padre y la burra blanca. La burra baja la cabeza, la perra Leal sube la suya, y ambos animales se tocan los hocicos diciéndose con sus alientos algo que nadie oye ni tampoco nadie entiende. El padre se toca la boina con una mano que tiembla y la gira un poco sobre la cabeza mientras con la otra mano saca del bolso del pantalón un pañuelo arrugado con el que trata de enjugar el agua que le está nublando la mirada... 

El viejo motor del autobús arranca después de varios ronroneos dejando escapar una espesa nube de humos negros y comienza a rodar perezosamente por la plaza. Dos mujeres con toquilla nueva y velo sobre sus cabezas, cruzan la calle y se dirigen a la puerta de la iglesia. Las campanas están tocando las últimas señales a la misa de las ocho de un día cualquiera. 

El hombre de la gorra con visera guía ahora el viejo autobús de los hermanos Ledesma que enfila ya la carretera. El emigrante sin palabras, mira con extrañeza como las encinas y las paredes de las cortinas, corren veloces en dirección contraria como si vinieran de vuelta escapando de la ciudad...

Jesús Villar


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