EL DESTINO DE CUALQUIER VIAJE
El destino de cualquier viaje no es una ciudad o un puerto. Es un sueño. Y
estoy segura de que todos los viajeros que me precedieron en este mundo,
tuvieron una imagen soñada entre sus cejas, más allá del paisaje. Una
esperanza, una confirmación, una fantasía, un reencuentro, una búsqueda son
los auténticos destinos de los viajeros.
Dicen también que viajar es escapar de algo. Tal vez... y proyectar nuestra
inquieta presencia en un espacio de aromas y sonidos extraños, donde no
conocemos los nombres ni los secretos de las calles. Como en un sueño, el
viaje nos sustrae de la realidad habitual: de pronto somos arrastrados por
un torbellino de palabras, paisajes y presencias extrañas. Nos dejamos
llevar, fascinados. Sin embargo, el viajero poseído por este destino
desconocido, puede sustraerse a él con un simple adiós.
Es así hasta que el viaje es hacia el país de nuestros orígenes, donde la
despedida nunca es definitiva.
¿Es turismo llegar al pueblo de los abuelos, o es volver a nuestra tierra?
Adentrarse lentamente entre los campos cultivados y dejarse conducir a la
antigua casa de piedra, donde nació y creció mi madre, trepar con la mirada
el árbol donde se subía a jugar y mojar mis manos en la misma vertiente de
agua donde lavaba su ropa no parece ser una aventura turística.
Es extraño lo que se siente cuando uno está frente a rastros de la propia
vida familiar a miles y miles de kilómetros de donde se ha nacido. La
memoria dormida de la herencia se despierta y de pronto recuerda que mis
genes se alimentaron de estas tierras lejanas, que mis antecesores
levantaron sus ojos al brillo de este sol y este cielo. Es raro pensar que
mis ojos son iguales a otros que vivieron o viven tan lejos de los míos...
Volver al lugar de donde uno viene -qué extraña frase- no sólo estimula la
memoria sensorial de mis genes. Me une en los rasgos y en los gestos a los
que se quedaron. Y aunque un voluptuoso océano se haya metido en el medio,
yo recibí mi herencia completa: de amores y odios; gustos y temperamento;
refranes y palabras; leyes y miedos ancestrales.
En China había una escuela que decía que todos los viajes son, en realidad,
un trayecto hacia la isla de los Inmortales o hacia el monte Kouen Louen,
al que suponían centro y eje del mundo. Tal vez sea verdad. Conocer la
tierra de mis abuelos fue como si volviera al instante donde fui concebida,
al nudo primigenio de mi ser, para que luego sea este continente la matriz
que me diera a luz. Concebida en Europa, nacida en América. En el medio, un
intenso mar de recuerdos, melodías, familias y siglos.
Regresar a América es elegirla. Pero sabiendo que en las curvas de mi
cuerpo, las volutas de mi cerebro y en mis emociones más antiguas se
encuentra Europa escondida.
Y con ella, guerras, renacimiento, epidemias, cruzadas, latines, esclavos,
momias, babilonios y sumerios.
Regresar a América es adoptarla como mi hogar, conociendo que por mi ser
circulan inadvertidamente estos saberes.
Regresar a América es admitir que el viaje terminó, aunque el adiós nunca
será definitivo, porque Europa siempre estará conmigo.
Silvia Pardo